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Foto del escritorPaulina Simon T.

Te amo, ¡Ven a comer!


Para mi abuela Tere y mi mamá Paulina, con todo mi amor y mi barriga llena







Dos de los recuerdos más antiguos y felices de mi vida son los de hacer compras con mi mamá y con mi abuela. Mi mamá hacía compras los lunes en la tarde. Yo llegaba de la escuela y mi mamá tenía preparada una ropa bonita para mí. Quizá un vestido, y definitivamente en uno de esos paseos, del que tengo el recuerdo más claro, un abrigo con una solapa peluda. Aunque este ritual sucedió muchas veces y muchos lunes de mi vida, la memoria reúne los elementos más importantes: el vestido, el abrigo, y el cochecito de las compras rojo con amarillo que me regaló una Navidad. Entonces íbamos al Supermaxi Plaza Norte. Ella tomaba el coche grande y tenía una lista muy precisa y yo tomaba mi coche de juguete y tenía derecho a escoger una golosina para mí y alguna para mis hermanos. Mis golosinas preferidas eran los palitos Bavaria, los de sal y a veces los de chocolate, los Gudis (bolitas de colores, de muchos sabores, como en la canción) y me encantaban las hostias, así les decíamos, a las obleas. Había celestes, verdes, rosadas y amarillas. Recorría el Supermaxi detrás de ella, me mandaba a tomar un turno para pedir la mortadela y a ponerme en la fila para pesar las cosas. 


Había una señora detrás de una balanza, que pesaba todas las frutas y las verduras, sellaba las fundas y colocaba los precios. Yo era la ayudante de mi mamá para asegurarme que todo estuviera pesado. 


A la salida a veces me compraba un helado en la heladería Kapery. Me acuerdo del día del abrigo elegante con solapas felpudas porque lo usé cuando pedí helado pitufo y se regó y goteó por todo el abrigo, mientras mi mamá trataba de limpiarme con servilletas y la cosa solo empeoraba lentamente con el cono goteando por un hueco y yo todavía tratando de igualar la bola de helado con mi lengua.


Las compras con mi abuela eran los sábados en la mañana en el mercado de El Salto en Latacunga. Ese era otro tipo de aventura, menos elegante, sin vestido ni abrigo y más como salir de exploración y perderse, o más bien lo contrario, tratar de no perderse en la multitud. Mi abuela siempre diciéndome: ¡Cogérasme bien la mano hijita, no te soltarás! Mi abuela era maravillosa cargaba varios canastos ella sola, tenía unos de plástico y otros de mimbre; se movía a gran velocidad entre las caseras y los gritos de los vendedores y siempre en los puestos de sus caseras le recibían con cariño y saludándole por el nombre, eso no evitaba que mi abuela regatee hasta el último centavo, cada semana protestando de los precios. El mercado era hermoso, sucio, repleto de colores, olores y bulla. No te podías descuidar un segundo porque pasaba un cargador, con la espalda repleta de canastos y bultos, sin ver nada y te arrollaba. Las mujeres gritando: ¡Venga caserita, pruebe! 


Me encantaban los costales blancos repletos de mote del que salía vapor calientito. Las caseras nos daban una funda pequeña para probar y le espolvoreaban cebolla blanca, cilantro y un par de chicharrones. El recorrido con mi abuela era frenético, encontrar las cosas de su lista en un laberinto desordenado de puestos, cargando sus canastos y conmigo de la mano. Algunas veces íbamos al otro lado del mercado, al lado misterioso para mí, porque era dónde funcionaba el camal. Bajábamos por una rampa y por ahí vendían unos caramelos de melcocha blancos con líneas de colores que me encantaban y después, el matadero. ¡Qué impresión! un hombre grande con un delantal blanco salpicado, limpiando con una manguera a presión la sangre de todo el piso. 


Al final, con todo listo nos poníamos a la fila para comprar tortillas de palo, así se les dicen a las tortillas de maíz, que son únicas en su especie en la provincia de Cotopaxi. Una paila de un metal quemado por el uso, repleta de manteca de cerdo colocada encima de un fuego alimentado con leña y una señora grande con un delantal celeste y una tremenda espátula de madera dándoles la vuelta con pericia, mientras yo respiraba el humo de la paila y el aroma maravilloso del ají repleto de cilantro. 


Muchos años después, ya en mi vida de ama de casa, recojo mis pasos de la infancia y los convierto en un hábito. No hay un mercado, ni un supermercado en particular, me encanta ir a todos, no es los lunes, ni los sábados, sino siempre, cada día que se me ocurre que me faltan ajos, una cebolla, carne, o cualquier cosa. Viaje a la Ofelia, el mercado que más me recordaba a El Salto, embarazada de mi segundo hijo, cargando costales de frutas y comprando pantalones de tela polar para el bebé, porque quería que solo usara esos pantalones y los sacos de lana que mi abuela le había tejido. Iñaquito me encanta por el queso manaba y los huevos de campo (para pasarles el huevo a los niños). Santa Clara, para aprovechar después del mercado y pasar por el Camari por las golosinas y comprar plantas en el vivero. Los domingos de la feria orgánica en el parque de La Carolina, mis hijos pequeñitos, sentados comiéndose un caldo de gallina gigante cada uno, mientras yo doy vueltas y elijo los mejores aguacates. 


Después me fui de Quito al Valle y mi mayor placer eran los sábados de feria en Yaruquí. Los camiones que llegan de la Costa cargados de naranjas, cocos y camarones, la pescadería de los manabas, bien abastecidas de chifles fresquitos, queso y limones. Mi hijo menor es mi compañero de las compras, el que recibe las mandarinas que le brindan las caseras. Él lleva la lista mental de todo lo que nos hace falta. Es muy preciso y me va haciendo acuerdo en cada esquina de alguna cosa más.


Hace casi dos años vivo en Calgary, una ciudad del oeste canadiense con un poco más de un millón de habitantes, pero más del doble del tamaño de Quito. Durante el primer año recorrí la ciudad en buses y trenes, y accediendo sólo a supermercados como Walmart y Safeway. Hacer las compras sin tener carro fue una odisea. Al inicio iba en bus con una maleta vacía y volvía en uber; más de una vez volví en bus abrazada un montón de plátanos que no me alcanzaban en ninguna funda y así, hasta que me resigné y comencé a pedir las compras en línea. No era lo mismo para mí, que disfruto eligiendo cada cosa y aprendiendo la lógica de cada supermercado, pero era lo más práctico y lo mejor para mi espalda.


Las compras son el pretexto para hablar de la comida. Y la comida es un pretexto para hablar de la familia y amar a la familia, dándole de comer. Mi mamá era una ama de casa y una cocinera tremendamente organizada, por temporadas tenía un menú para cada día. Yo amaba su carne del lunes con papitas cocinadas y las salchipapas de los sábados; y los batidos de maracuyá de los domingos, y los sánduches de jamón, queso y mantequilla en la waflera, que después fueron los preferidos de mis hijos también. En la casa de mi abuela los pedacitos de carne frita que sacaba antes de que esté lista la comida para darme en la boca y los pedazos de pechuga hervida con sal de ajo; y los platos de mote con habas, y el ají de mentiritas. 


Construir un hogar y una familia ha sido para mí también aprender a darles de comer a los míos. Nunca tuve naturalmente las habilidades de mi mamá y mi abuela de orquestar todos los días almuerzos de cuatro platos, sopa, segundo, postre y jugo; apenas conseguía tener un plato listo pero con los años mejoré y crecí como cocinera, amante de las compras, regateadora y amiga de las caseras. 


En el clímax de mi aprendizaje, viajamos fuera del país y ha sido volver a comenzar, ahogarse en la nostalgia de la comida fresca, las quejas por los alimentos procesados, la abrumadora impresión del costo de las cosas, la falta de variedad, el exceso de azúcar en todos los alimentos, la tristeza de los domingos sin las comidas donde mi abuela o mi mamá que nos alimentaban no sólo por ese día, sino para toda la semana, con tanto amor y dedicación.

Pero mi innato deseo de expansión alimentaria y mi voluntad férrea de amar con la comida me ha ido lentamente sacando del aletargamiento de la tan norteamericana pasta de tomate con fideo y los pastosos macarrones con queso. Una vez que logré comprarme un carro, recorrer los cuatro cuadrantes de la ciudad en busca de comida (variada y económica), se ha convertido en un nuevo estilo de vida, un hobby, una fascinación. Encontrar los mercados hindúes, árabes, chinos, coreanos y entender que comer comida verdadera es la mayor forma de resistencia en la migración. 


Manejar al noreste de la ciudad para fascinarme con la cultura, encontrar algo de mis inexploradas raíces árabes en todas las abuelitas sirias, afganas, pakistaníes, palestinas, que no hablan nada de inglés pero que sonríen y hacen compras al por mayor de alimentos que jamás he visto en vida, pero que poco a poco empiezo a integrar en mis posibilidades. Visitar el mercado hindú en el que por primera vez escuché a un joven Sikh gritar: “Venga venga lleve las frutillas, 10 por 10$”; ir al supermercado chino y que mi hijo menor, mi ayudante, encuentre un cochecito pequeño de compras, igual al que 35 años atrás usaba yo, y se encuentre unos panes chinos, que resulta que son pan de yuca, y vaya orgulloso con su lista mental recorriendo corredores repletos de cosas que no tenemos idea que son, tratando de encontrar canguil, que no sea popcorn de microondas.


En la distancia y en la soledad, mi familia se construye lejos de su familia, pero nuestras raíces se extienden, se alargan, atraviesan continentes para sentarse a la mesa y servirse un plato de habas tiernas, iguales a las de mi abuela en Latacunga, pero que vienen congeladas de Egipto y se llaman Fava Beans. Comerse entre dos una granadilla que viene de Ecuador y que cuesta 5$ pero que sabe a felicidad; rebuscar entre los cajones de plátanos por los más verdes y que vengan de Ecuador, y hacer patacones y sentir que no somos ajenos a ningún lugar, que estamos dónde podemos estar, recorriendo los mercados que la vida nos ha puesto adelante, encontrando la comida que nos mantiene vivos y agradecidos por tener alimentos y poder cada día sentarnos a comer juntos. Repitiendo, incluso cuando a veces es sólo mcdonalds, tomados de las manos y rodeando la mesa con nuestros brazos, respirando profundo: “Un buen apetito para todos”. 

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