La segunda semana de enero en Calgary la temperatura ha bajado hasta -46 con sensación térmica de hasta -55 grados centígrados. Alguien decía en redes: Estamos en ese punto en el que ya no sabes si los grados son celsius o fahrenheit, pero tampoco importa. El martes cuando comenzó la ola polar volví del trabajo manejando y nevaba. Compré en la tienda en la que trabajo un clóset de 150 centímetros de altura y 80 de ancho. Los 80 centímetros resultaron ser exactamente el ancho de mi carro y los 150 centímetros el largo entre la puerta de la cajuela y el cabezal de mi asiento pegado completamente al volante. Me senté a manejar con el volante en el pecho y aterrada de los 10 minutos que tenía que recorrer a mi casa mientras nevaba.
Compramos el carro en noviembre y he tenido suerte de ir conociendo la ruta y familiarizándome en estos meses con la forma en la que fluye el tráfico; para estar más preparada para la parte fría del invierno. Noviembre y diciembre fueron meses calientes, con temperaturas altas, (entre 0 y -5 grados no vistas en 30 años), por el paso del fenómeno del Niño por el Pacífico.
Manejar en esta ciudad es un ascenso socioeconómico, que aunque no te puedas permitir, es más una inversión para la supervivencia, que un tema de status. Compramos un carro pequeño y cuando el viento es fuerte, en las autopistas por las que tengo que atravesar la ciudad para llevar a mis hijos a sus prácticas de fútbol, siento que el carro va a salir volando, que casi no puedo mantenerme en el carril por el que avanzo lentamente. Me aferro tanto al volante que ahora tengo un nuevo dolor en mi cuerpo, el de los hombros y las clavículas.
Estaba muy orgullosa de que compré mi carro con llantas de invierno, sin saber bien qué significaba, hasta esta semana con la llegada de la ola polar. Primero llega la nieve. En realidad primero llega el pronóstico. Se sabe con varios días de anticipación y casi con exactitud lo que va a pasar. Llega la nieve, a veces en forma de lluvia que se va a poco a poco transformando en algo más sólido. Se empieza a acumular por todo lado y empieza rápidamente a descender la temperatura. En las próximas horas, las veredas, calles y avenidas se cubren de hielo. Todo el pavimento y el asfalto son una capa brillante de hielo.
A medida que avanza el día y más autos salen a las calle, la nieve se acumula en montañas a los lados de las vías y en el centro de cada carril pequeños montículos de nieve dura. Con el viento, la nieve se remueve y se levanta y se produce una especie de rocío. Casi no se ven las líneas que dividen los carriles, se puede seguir las huellas de otros autos que muestran el pavimento, o pasar por encima de los montículos de nieve, lo que sea menos resbaloso.
En las intersecciones, las salidas, los puentes y los pasos a desnivel se acumula más el hielo. Las llantas no tienen adherencia al hielo, el auto patina, se desliza. Solo se puede contar con la pericia al conducir. Casi no frenar, no frenar nunca a fondo, sostener el volante con fuerza y seguir apenas pisando el filo del acelerador. En las cuestas, lo mismo, pero rezando, porque el auto no tiene la fuerza de trepar hielo, ni el motor ni la batería tienen la fuerza. Todo el mundo me dice: Es que debiste comprar un auto con doble tracción. Entonces me acuerdo de todas las dificultades por las que atravesé para finalmente comprar un carro y entiendo: No basta con tener un carro, necesitas tener un “buen carro”.
Aquí a medida que el clima te muestra su potencial vas entendiendo porque las necesidades aumentan, aumentan, y aumentan y alimentan al sistema de manera infinita.
Este martes, a la salida del trabajo llevé el clóset que compré a la casa. Todavía no había hielo, solo nieve y no fue tan difícil manejar, pero fueron 10 minutos de muchísimo estrés con el volante pegado al esternón y frenando con la punta del pie lo más ligeramente posible para no patinar. La sensación térmica era de -25 y cuando el Armando bajó al parqueadero a ayudarme a sacar el mueble casi me gritó: ¡Guerra civil en el Ecuador!
Un vecino nos sostuvo la puerta mientras metíamos el mueble con las manos congeladas, sin guantes. Apenas entramos, sin quitarnos los abrigos nos sentamos a ver en youtube el video que se acababa de hacer viral de los narcos que se tomaban el canal de televisión durante una transmisión de un noticiero en vivo. Ver las noticias de recuento de todos los acontecimientos y empezar a leer todos los chats de los amigos y familia en el whatsapp del Armando.
Comer algo y salir otra vez manejando para llevarles a las prácticas de fútbol. Los martes entrenan en dos comunidades distintas, a diferentes horas y tengo que atravesar la ciudad de una locación a otra. En el tramo en el que vamos los tres juntos conversamos sobre el día y qué hicieron en la escuela. Dejamos a Nael y en el siguiente tramo Elías me pregunta: ¿Qué está pasando en el Ecuador? ¿Están bien mis abuelas?¿Dónde estaba la bomba que mi abuela oyó en la madrugada?
Le contesto lo mejor que puedo. Me pregunta cómo se dice narcotraficante en inglés. Se queda en su entrenamiento mientras yo me regreso a recoger a Nael, 12 minutos para seguir practicando concentradamente cómo manejar en hielo mientras pienso ¿Y ahora qué va a pasar en el Ecuador y ahora qué y ahora qué?
Manejar y manejar mientras mis clavículas se contraen. Al regreso de las dos prácticas, más de las 21:00 y todas las posibles condiciones climáticas: el hielo, la nieve que vuela, la llovizna, el viento y -30 grados, veo personas envueltas en sus abrigos en la calle y siento deseos de llorar. Trato de acordarme cómo se sentía caminar y tomar el bus en estas condiciones el año pasado. Los dos kilómetros que caminé todos los días desde la parada del bus hasta el trabajo; las noches de llevarles a los entrenamientos y recorrer campos enteros con la nieve hasta los tobillos para llegar. ¿Cómo hicimos eso? ¿Para qué hacemos esto? ¿Cual es el objetivo de esta experiencia?
En este año y medio he atravesado la duda que me producen estas preguntas para las que no tengo respuesta. Las respondo con adrenalina, la misma que mantiene mi cuerpo activo para superar el día a día. Con una mente lógica que hace cuentas, organiza porciones de proteína para que nadie pase hambre, hace almuerzos, hace las citas con el foodbank, maneja en el hielo, hace calendarios para llegar a todas las prácticas, los partidos, el voluntariado y el trabajo sin desfallecer, con la mente positiva, con el amor para interesarme por mi familia, con el deseo de saber cómo les va a cada uno en su vida. Adrenalina, y un estado de permanente desconexión intelectual. No permitirme juzgar, entender o explicar mi situación y solo a veces, en las pausas imaginarias, entre el minuto en el que suena el despertador y el que me levanto me imagino que estoy en el Ecuador, en la última casa en la que viví. Acostada en el césped, tomando jugo de tomate de árbol debajo del sol.
En el tercer día de la ola polar el carro no se encendió, y la aplicación del clima tenía una alerta que decía: La temperatura es peligrosa para la vida (life-threatening cold, health risks). Le escribí a mi mamá antes de salir de la casa y le envíe una captura de pantalla del anuncio, traduciéndole lo que decía y ella me respondió: “Aquí y allá, tu vida y la mía están en riesgo. Anteayer incendiaron un carro en la puerta de la frutería dónde siempre compro”.
Me inunda la culpa de estar lejos. Pero no me puedo detener a sentir esa culpa, tengo que volver a salir, tratar de encender la batería del carro con ayuda de mis vecinos ucranianos que me pasan corriente. Resistir 10 minutos afuera y 20 minutos hasta que el auto se caliente y mis dedos recuperen el calor. Llegar tarde al trabajo y llorar en los hombros de mi jefa. “No sé si voy a resistir la ola polar, no sé si al final gasté mis ahorros en un auto que no va a superar el invierno, no sé si debería estar aquí, no entiendo nada”. Ella me dice: “You will be ok, this is ok, this is normal, it will pass, it is only your second winter, it will get better”.
Trabajo durante ocho horas poniendo mercadería que nadie compra porque hace tanto frío que nadie sale de sus casas. Los pocos clientes son los canadienses poco abrigados y alguno que otro inmigrante todavía buscando un buen par de botas de nieve, otro abrigo más caliente y cobijas. Silencio, frío en los pies. Poner mercadería nueva y retirar la vieja para hacer espacio, todo el día, acomodar, arreglar, limpiar, decorar, poner, quitar. Salir cada dos horas a prender el carro para que no se muera de nuevo. Pensar en mi mamá, escribirle a mi papá. Tengo una libreta en el bolsillo.
Camino entre los corredores de la tienda, mientras acomodo cosas que no se han desordenado en una semana, apunto los nombres de todas las personas en las que pienso. Todos los amigos y amigas que dejé atrás, todas las comunicaciones que rompí para poder concentrarme en mi supervivencia. Apunto sus nombres y veo sus caras, y me imagino cómo están. Me pregunto si ellos a veces también piensan en mí.
¿Es injusto que me haya ido?
Siento que un año y medio de este experimento que es la migración ha borrado todos los registros de la persona que fui en el Ecuador. No de la persona que soy, pero sí de lo que solía hacer, mis oficios, mi estilo de vida, a mí. Eso que fue mío, esa que fui yo, es el pasado remoto. ¿Es migrar, huir? escapar de una misma, negar las circunstancias, dar las espaldas a un mundo que ya no puedo reconocer como mío, que ya no quiero reconocer como mío. Huír para abrazar la incertidumbre del futuro; la utopía de las mejores oportunidades, mientras mi espíritu se va forjando en un presente agreste inundado por el frío y las noticias tristes, caóticas, desesperanzadoras que viajan y me encuentran atravesando el hielo fino del invierno polar, con mis pasos pocos decididos y mi mente en blanco.
Extraño a diario la fantasía tropical, la ensalada de frutas, el canto de los pájaros en la casa en el campo, las sopas de mi abuela, las conversaciones infinitas con mi hermana, cada una de las personas que conocía, cada una de nuestras historias en común. Me invade el miedo de que sufran, el anhelo de protegerles y mi absoluta inutilidad frente a la situación del país que amo y al que siento que ya no pertenezco.
Superé el día cuatro de la ola polar, manejé, trabajé, llevé a mis compañeros a sus casas en el carro mientras me hacían barras para qué siga avanzando en el hielo. En el quinto día de la ola polar me quedé en la cama. El carro está sin batería, no voy a manejar a ningún lado. Me permito una sobredosis absurda de noticias sobre el Ecuador, teorías de conspiración, memes, audios horribles, fotos de redadas en las calles. Reviso los perfiles de los amigos y veo que están bien. En un año y medio, han tenido hijos, han perdido abuelos, han cambiado de trabajos, de parejas, han publicado obras, filmado películas, se han graduado de maestrías, han enfermado, han ido muchas veces a la playa, viven sus vidas con la plenitud que los registros alcanzan a cubrir. Yo extraño, envidio, me comparo, decaigo y luego me alegro, me obligo a ser agradecida y feliz por los demás. La eterna contradicción del Ecuador, un país en el que conviven el enorme bienestar y la belleza, con el caos y el horror. Y yo estoy aquí lejos del bienestar y lejos del caos. Cuando renuncias, renuncias a todo. No solo a una parte. O te haces cargo del caos, o abandonas y te empiezas a ocupar de otro tipo de caos ajeno, al que tratas de pertenecer porque ahora esa es tu vida.
Catorce horas después en mi cama, envuelta en siete cobijas, la temperatura afuera sigue igual. Ha pasado una ventisca de hielo, una alerta de posibles apagones de luz por el exceso de uso de la calefacción, ha llegado a la sensación térmica más baja en setenta años y estamos aquí encerrados, juntos los cuatro, a la espera.
Ay mi Pauli, solo quiero abrazarles mucho y conversar por horas, tanto que decir.
No es injusto que te hayas ido. Te abrazo todos los días con mi pensamiento y te mando unas bendiciones católicas jajajaja te quiero mucho, todo pasará y nos volveremos a ver muy pronto. Pd: Soy Alejandra Castillo registrada con mi email ridiculo jajajajaja
Siempre te leo con mucha atención, me encanta tu estilo porque me identifico mucho con tu forma de ser, pensar, ver el mundo. Esta vez estuve en Ecuador en medio de la “guerra” y sentí que fue también miedo infundado con fines políticos. Yo temía también sentirme ajena a mi país, pero apenas aterricé me sentí como pez en el agua, como si no me hubiera ido nunca, la tribu está ahí, pensándote, queriéndote, y seguirá ahí siempre, están en tu corazón, siéntelos, jamás te abandonarán, aunque eso parezca a la distancia. Tú sigues siendo tú, es solo que a veces la migración nos hace pensar que debemos dejar todo atrás para adaptarnos. Aunque ahora vivan un frío polar el…