Llegamos a Canadá el cuarto lunes de agosto.
Agosto fue un mes largo, tuvo 5 lunes y yo conté cada día del mes, primero en cuenta regresiva desde el día primero, que fue lunes, hasta el lunes 22 que fue cuando nos embarcamos. Y desde el 22 empecé a contar hacia adelante, el siguiente lunes empezaría clases en la Universidad mi esposo, y desde ahí todos los días empezaron a correr hacia el futuro, a toda velocidad.
Las visas canadienses demoran. Están repletas de pasos, de procesos, de momentos largos de espera en silencio. El silencio interno que provoca la decisión de querer irse y el silencio de la burocracia canadiense detrás de la pantalla. Un silencio inescrutable. A veces incluso rayando en el suspenso.
Enfrentarse a una visa canadiense sola, fue un trabajo a tiempo completo durante varios meses. Comprender las plataformas con las que hay que familiarizarse y aprender a leer documentos largos y complejos, es lo primero. Tener paciencia es lo segundo; y de ahí en adelante dedicarse a conseguir papeles de todo tipo, certificados de suficiencia económica, de historial laboral, de historial tributario, policial, de conducción, notas del colegio, de la universidad, cartas de recomendación, traducciones oficiales de todo; la lista es larga y puede ser un tema árido, netamente un trámite, para el que hay que estar concentrada y decidida.
La cuestión es que desde el día en que aplicamos a la visa en abril, hasta el 22 de agosto en que nos embarcamos pasaron 20 semanas y las últimas tres semanas de agosto fueron eternas y fugaces a la vez.
Aquí el tiempo empieza a ser de verdad, relativo. El tiempo de desarmar la casa es uno; el de las despedidas es otro. El de la espera y la ansiedad es otro. Las noches de insomnio repasando listas imaginarias y listas reales de pendientes, fueron infinitas y llegaron para instalarse en mi vida, de manera permanente.
Instalé una app en mi teléfono que me muestra un contador de días y otro de semanas.
Usé ambos y cada mañana ese numerito que seguía bajando a toda velocidad me daba la pauta de lo que había que hacer cada semana, cada día y cumplir objetivos concretos cada jornada se convirtió en el modo de llegar al 22 de agosto a las 7:30 de la mañana con 9 maletas, cuatro mochilas y un perro, al aeropuerto de Quito.
Mis amigas me decían que soy una masoquista por llevar el contador de días y semanas, pero de verdad que sin esa claridad y presión temporal, no hubiera conseguido estar lista a tiempo con todo y todos listos para viajar.
Unos meses antes también instalé en la cocina un corcho grande con las fechas y con todo lo que pasaría en cada semana. Este calendario estaba a la vista de toda la familia, para que cada uno sepa más o menos qué esperar ese día y esa semana; cuando había que desocupar cada mueble, cuando habría que desarmar las camas, cuando se podían tomar las últimas clases y hacer las despedidas de la escuela, el fútbol, las clases de parkour, la nivelación de matemáticas; cuando se irían a pasar a la casa de sus abuelas. Cuando venderíamos el carro, cuando entregaban los documentos de viaje de la Agnes. Cuando había que terminar el tratamiento con la dentista, cuando hacerse el último corte de pelo, y así, listas y listas y listas de pendientes.
Esas últimas tres semanas de agosto incluían además celebrar el cumpleaños de mi hijo, Elías primero, y el mío después. Todo tenía que pasar al mismo tiempo. Y nos dimos tiempo para que suceda. Hicimos incluso un último viaje para despedirnos del mejor amigo del Elías, en el mismo día de su cumpleaños y esa sería la despedida del Grand Vitara también, nuestro amado carro durante 11 años. Luego mi cumpleaños con una botella de tequila y la despedida más dura, la de mi tribu, con una botella de pájaro azul. No pude evitar estar borracha en ambos eventos, porque la sobriedad no me estaba ayudando a lidiar con los sentimientos de esos días tan emotivos, repletos de dolor y amor. Duros de sortear. Un poco de alcohol ayudó a amortiguar el paso por esas horas. Algo de esos días y de ese estado mental, va a estar grabado para siempre en mí.
En el calendario que teníamos en la cocina, varias semanas antes yo había marcado el lunes 22 de agosto con signos de pregunta y decía ¿Viaje? Ese parecía el día idóneo para viajar y aunque lo moví varias veces (del 10 al 15 y del 15 al 22) ese 22 se volvió cabalístico. Había que agarrarse a él y confiar que para ese día llegarían los pasaportes con las visas selladas.
Esa fecha nos daba tiempo; el tiempo justo para dejar la casa en la que estábamos viviendo, para llegar a la casa en la que nos recibirían en Canadá; a tiempo para ubicarnos en la ciudad antes del inicio de clases del Armando en la Universidad, a tiempo para los últimos días del verano. La estación en la que todo el mundo te recomienda enamorarte de Canadá, porque luego el temporal hace que esa relación sea mucho más penosa.
Marque ese día con mucha intención y cuando ya tuve luz verde para comprar los pasajes sabiendo que si llegarían a tiempo las visas, fui a hacer la compra en línea y el lunes 22 era el único día en el que el precio era bajo, era la mitad del precio de los pasajes de cualquier otro día en agosto. Quince días antes y 15 días después, todos los días de la semana costaban el doble. El 22 era el día; fue el día.
*
Llegamos y de ahí en adelante, con el cambio de escenografía, todo empezó de cero en nuestras vidas, a mis 41 años, a los 56 años de mi marido, 11 y 8 de mis hijos. La vida que conocíamos se terminó el día en que ese contador de semanas y días en la aplicación de mi celular, marcó cero ese 22 de agosto.
Desde ahí el contador camina para adelante, los pasos ya no se recogen, se dan hacia lo inesperado de un futuro que apenas puedo predecir.
Estoy aquí, ahora, me digo cada mañana. Y esa es toda la certeza que tengo.
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