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Foto del escritorPaulina Simon T.

La pedagogía de la solidaridad: ser escuela en tiempo de pandemia

Tengo un pequeño escritorio en el que se han dado cita unos pocos libros, El documental: historia y estilos, de Barnouw, el Tratado de dirección de documentales, de Rabiger, Harry Potter 2, un manual de lectoescritura, el cuadernillo de motricidad fina, un compendio de actividades de matemáticas para cuarto grado, un montón de fotocopias con letras, sílabas, decenas, unidades y centenas. También tengo un libro de recetas fáciles, un lápiz de labios a lado de la computadora y dos pares diferentes de aretes con los que disimulo el uso de pantalón de pijama y pantuflas, como toda buena teletrabajadora. Tengo dos goteros con medicina a la que le he entregado por completo mi ansiedad y un vasito con marcadores de colores y bicolores con los que corrijo, y me siento las tardes de domingo a diagramar calendarios semanales, listas de actividades para cada miembro de la familia, listado de compras, de tareas domésticas, el menú de la semana y los horarios en los que hay que conectarse a cosas en las que los demás no deben interrumpir. Estamos a finales de septiembre del año 2020 en medio de la pandemia de la COVID19 y aunque parecía impensable, ha iniciado otro año lectivo, tanto para mis hijos en su vida escolar como para mí en mi vida de docente. Esas que eran vidas paralelas o atmósferas paralelas y que ahora son un todo absoluto con el que, más o menos, tratamos de sostener la civilización a la que pertenecíamos.


Después de tortuosos meses de consideraciones que parecían no terminar nunca, finalmente decidimos seguir con nuestros hijos un programa de escuela en casa. Contrario a mi deseo de tener un año sabático aprendiendo de pollos, perros y huertos, cedí frente a la idea de seguir alimentando sus cerebros con educación formal y también quise evitar lidiar el próximo año con un pase de año imposible. Mis hijos no son dóciles, no quieren estar en la casa y se rebelan frente a la idea de que sus padres sean quienes les enseñan. Hago esta regresión al tiempo en el que tuvieron que ir a la guardería siendo muy jóvenes y vivimos intensos meses de adaptación en los que sus brazos y piernas eran una ventosa abrazada a mi cuerpo en un llanto incontenible antes de ceder, soltarse y pasar de mi cuerpo, al cuerpo de sus maestras. Hoy son seres sociales que rememoran a diario su rutina en el bus, en el recreo, sus amistades y rivalidades; y frente a cualquier intento nuestro de “enseñar”, de ponerles una tarea, una actividad, la que sea, responden: ¡No quiero!, ¡Así no se hace en la escuela!, ¡Tu no eres mi profe! Y otro tipo de expresiones más fuertes que prefiero no replicar. Yo trato de hacerles entender que no es mi voluntad ser su maestra, es la voluntad del COVID19. No fui yo, por capricho, quien les arrancó de la escuela, de sus amigos y sus verdaderas maestras, esto de enseñarles también es para mí, daño colateral.


Yo ya tengo otros 150 alumnos que saben leer y escribir (casi todos) y preferiría ocuparme de ese trabajo solamente, pero tampoco es posible. Entonces si esta es la situación actual, no quiero ser una impostora de maestra. Quiero al menos compartir con ellos, más allá de la vida cotidiana, nuestro humor variable, los días grises y la frustración, la alegría de leer, el placer de escribir, los nombres de las montañas, las capitales de los países que ojalá algún día puedan conocer. Sin embargo, no somos buenos con las rutinas, amamos la libertad de ejercer nuestros placeres en el tiempo que tenemos. Pero esa lógica ya no sostiene una casa –escuela – universidad, entonces empapelo la refri, los baños, las paredes de calendarios, horarios y listas hechas con marcadores de colores para que parezcan más amigables y me vuelvo la guardiana (amargada) de que todo el mundo lleve su día a día acorde a lo señalado.


Siento que se me va la vida entre organizar mis clases, sus clases, la comida y cualquier otro intento de vivir. Cada semana me levanto más temprano y me acuesto más tarde para lograr organizarlo todo. Estudio sobre las etapas de desarrollo, el cerebro del niño, trato sin ningún éxito de entender los libros escolares que el ministerio tiene en su página web, de acceso libre con unas gigantescas marcas de agua que prohiben su venta y limitan su lectura. Mientras hago una certificación sobre las nuevas metodologías de enseñanza y las herramientas virtuales para enseñar a universitarios deprimidos, cuya resistencia a estudiar en línea hace que mi trabajo se perfile más hacia el de youtuber, que al de la profesora, al que estaba acostumbrada.


Vivimos según Klaus Schwab, fundador del Foro Económico Mundial, la cuarta revolución industrial en la que las tecnologías definirán para siempre el modo de trabajar, comunicarse y educarse. Mientras estudio sobre las metodologías y trato de incorporarlas a mi práctica docente, siento en muchos lugares de mi corazón y de mi cuerpo, una cierta resistencia hacia lo desconocido. Pienso en una bella serie de documentales hechos por el cineasta francés, Alain Cavalier en los ochentas; en los que retrató a mujeres que ejecutaban oficios manuales en vías de extinción: la bordadora, la colchonera, la hilandera, la florista. Me pregunto si la educación como la conocíamos también será un oficio en vías de extinción: Si a mis hijos María Montessori y su pedagogía revolucionaria en los cincuentas, no les sirve en el 2020, encerrados solos, sin sus pares, en su casa. Es muy probable que para mis alumnos, la clase magistral, de una señora que se apasiona y habla sin parar, no tenga ningún sentido. Presencial o no el mundo habrá cambiado, y los maestros como los conocíamos, también están en vías de extinción.


A mi me aterra la idea de haber llegado a un momento en el que me siento incapaz de enseñarles nada a mis hijos de manera presencial y nada a mis alumnos de manera virtual. ¿Tanto se ha trastornado el mundo?


Comparto este temor con al menos una decena de maestras con las que converso desde marzo y en este inicio de un nuevo año lectivo, se ha intensificado ese diálogo y cargado de preocupación por el futuro y de ansiedad por el presente. Hablé casi siempre con mujeres, y casi todas madres o cabeza de familia y cabeza de sus negocios, porque dada mi propia condición, me intriga comprender el sentir de personas que en este momento sienten que cargan con el mundo sobre sus hombros, que tienen un oficio, al igual que el de la maternidad, ligado a los cuidados.


Carol tiene un hijo universitario y una hija en bachillerato, y dirige un centro infantil que ha vivido la deserción de la mayor parte de su alumnado; Gilda madre de una niña de 5 años y maestra de más de 30 adolescentes de un colegio en Guayaquil, para quienes trabaja de forma personalizada; Soledad, docente de la Universidad Central, que traduce todos los aprendizajes de sus materias al ámbito de la vida, familia y barrio de sus alumnos, para integrarse a sus vivencias reales y enseñarles algo que les sea útil luego de este tiempo. Fernanda, que con dos hijos de 6 y 10 años, da clases virtuales en un colegio privado de Quito a chicos de 13 a 16, entre ellos algunos con dificultades de aprendizaje; Tania, profesora en una escuela en Quito, que trató durante las vacaciones de estudiar lo suficiente para hacerse cargo de las educación de niños de tercer grado, sin afectar su salud, como ya le sucedió en el fin de año escolar pasado; Anita, de una escuela pública en Ambato que cuando puede les hace recargas a los celulares de las mamás de sus alumnos para que puedan enviar sus tareas por whatsapp.


En común tienen todas ese aire maternal, cuando me hablan de sus alumnos dicen: “Mis chicos”, “Mis gordos”, “Mis pequeños” y en esa lógica de los cuidados, todas, sin importar si trabajan en colegios públicos, escuelas privadas, en preescolar o en la universidad, todas coinciden en estar siempre preocupadas por la estabilidad emocional de sus estudiantes. En todos los niveles socioeconómicos, estas maestras están de cara a alumnos que han sufrido pérdidas de familiares con COVID19, muchos también se han contagiado ellos porque tienen que salir a trabajar, alumnos cuyos padres han perdido el trabajo, alumnos en cuyas casas, al contrario, los padres trabajan demasiado y no les pueden ayudar. Dar clases de modo virtual y en este tiempo, implica entrar en los hogares también, saber que un estudiante es hermano mayor y que tiene que cuidar a sus hermanos mientras los padres trabajan, saber que cada hogar del Ecuador ha sufrido y sufre pérdidas a diario desde hace seis meses.


El rol entonces de las maestras ha sido siempre el cuidado. Tania se quebró el día qué, revisando su clase grabada del día anterior, se dio cuenta que había una niña que lloró durante toda la clase, pero ella no lo notó, porque las cámaras no son siempre buenas, porque son muchos, porque tiene los micrófonos muteados, porque simplemente un cuerpo virtual, no es un cuerpo, en especial si tienes 7 años y está sentado toda la mañana frente a una computadora, sin correr, sin jugar y sin ver a ningún niño de su edad.


El rol de los cuidados presente en todas las edades, desde estudiantes de maestría con los que trabaja Soledad en el IAEN (Instituto de Altos Estudios Nacionales) que necesitan clases enteras solamente para comprender cómo funciona la plataforma, porque sencillamente no son nativos digitales; hasta los niños de 3 a 5 años a los que visita Carol en sus casas para poder brindarles el contacto que no les pueden brindar sus padres, porque están ocupados teletrabajando. Carol y las maestras de su centro visitan a los niños y se sientan con ellos a jugar. ¿Jugar? Quién tiene tiempo de hacer eso cuando el tiempo corre y hay que estudiar desde septiembre hasta julio unos 5 libros de 300 páginas cada uno. Es verdad que la niñez es la época más fértil para aprender, y ¿el juego? Entonces esas maestras en persona, en línea o incluso por whatsapp además de hacer su trabajo, juegan, chatean, comparten fuera del horario escolar muchas veces, para asegurarse que “sus chicos” al día siguiente puedan continuar.


Mi cuñada, Fernanda que es una de las educadoras con mayor vocación y compromiso que he conocido, se dedicó durante meses a capacitar a docentes de escuelas públicas en el uso de las herramientas tecnológicas. Desde lo más elemental, el uso de whatsapp, hasta las plataformas de zoom, teams, meets, etc. Ella es capaz de transmitir simultáneamente la gravedad de la situación y el optimismo de estar frente a una era de cambio. Este puede ser un momento dramático para la educación en el Ecuador por los elevados índice de deserción escolar (en América Latina, antes del COVID19 eran del 12% según la Revista Iberoamericana de Educación). El Ecuador es un país relativamente alfabetizado, según la UNESCO hasta el 2017, la tasa de alfabetización era del 92,83%. Es crucial que la brecha tecnológica y económica no revierta estos números. Es ahí cuando Fernanda es optimista y habla desde su experiencia de ser una profesora con vocación. Ella cree con firmeza que los docentes a pesar de las condiciones duras a las que se enfrentan en este tiempo, necesitaban algo que les remueva, algo que les obligue a cambiar sus discursos, sus actividades repetidas durante años y que empiecen a activar nuevas metodologías inspiradas en la solidaridad.


Entonces no todo está perdido, la docencia además de ser un oficio de cuidado es una profesión con vocación de servicio. Mientras Tania juega con sus alumnos vía zoom y trata de nunca más estar desatenta a una niña que necesite llorar en una clase; Fer se da modos para acompañar a su hijos de 6 años en sus clases virtuales; mientras pasa lista del estado emocional de cada uno de “sus” adolescentes y yo me encierro con mis hijos a leer Harry Potter mientras su papá da clases, y su papá se encierra con ellos a repasar las tablas, mientras yo estoy en clases; pero cada cierto tiempo aparecemos atrás de la cámara dejándoles saber a nuestros alumnos que además de hacer todo lo posible por enseñarles algo, tenemos hijos que están ahí, todos estamos ahí y es imposible pretender que no es así.


Metodologías basadas en la solidaridad y enseñar con el ejemplo el mandamiento número uno en la vida. Algo que hacen los maestros cuando ponen su cuerpo, su casa, las paredes de su cuarto, la estabilidad de su familia, el ram de sus computadoras, la memoria de sus teléfonos, aunque no les hayan pagado hace 3 meses, con tal de transmitir un mensaje que mantenga alfabetizado al país, con tal de ser un puente para que sus alumnos sigan en contacto con un universo de posibilidades y no solo de tragedias sociales. Si nuestros alumnos ven ese ejemplo de constancia a pesar de todo lo adverso sabrán que la educación es importante, pero que ser humanos es más importante aún. Enseñar con el ejemplo, algo que el Estado no hace cuando manda a la Policía Nacional, otro oficio que requiere vocación de servicio, a enfrentar con violencia a los médicos que protestan por estar impagos hace tres meses. Sí, los médicos, recuerdan esos “Héroes con capas”.


¿Cuál es el ejemplo del Estado? Rebajar los presupuestos de salud, educación y cultura. Hacer que nos enfrentemos entre nosotros, que la precariedad laboral lleve a los hogares al colapso, que un maestro deba dedicarse en sus “horas libres” a vender comida preparada, que una madre deba dejar de trabajar, sin ser liquidada, ni amparada por la ley, porque no tiene con quien dejar a sus hijos que estudian en casa.


He hecho una lista muy breve de preceptos que, juntos a la tareas domésticas, horarios y demás, está pegada en la refri. Junto a “Educa con el ejemplo”, está: “Haz siempre lo mejor que puedas”. Lo leo todos los días y trato de aplicarlo al tiempo que dedico a repasar el abecedario con mi hijo, al tiempo que dedico a mis alumnos tratando de no ser el mismo disco rayado de siempre. Es difícil y no siempre lo consigo, pero es lo mejor que puedo hacer, cada día.


Este es el panorama, las pedagogías de la solidaridad que nos resultan tan distantes y que se resumen de manera sencilla: Comprender que el otro está haciendo lo mejor que puede, con los recursos que tiene. Un maestro que entiende que su alumno hace lo mejor que puede, un padre de familia que entiende que los maestros de sus hijos hacen lo mejor que pueden, un niño que comprende desde una tierna edad que sus padres y sus maestros, hacen lo mejor que pueden.


Cuándo será el día, que el Estado decida finalmente hacer lo mejor que puede para mantener a la humanidad a flote y no solo sus intereses personales. El ejemplo y la solidaridad, dos aspectos que no se solucionan solo porque regalas tablets y colocas antenas para el wifi en todos los pueblos.


Me quedo con el testimonio de Soledad, docente de la Universidad Central, que me decía con firme entusiasmo: La educación es fundamental para el ecuatoriano. Desde su experiencia en la universidad pública sabe que detrás de cada estudiante hay una familia entera que hace el mayor esfuerzo posible para que ese joven sea el primer egresado universitario en su familia. Ese es el Ecuador, todos tratando que la brecha educativa no nos separe más.


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