Desde que decidimos viajar no ha habido días fáciles. En uno de esos días pesados de mudanza todavía en Quito, le dije a mi esposo: ¡Qué difícil está todo! A lo que me respondió: “De aquí en adelante todo va a ser difícil siempre”.
No se equivocó.
Yo tenía esperanza de que se equivoque, pero no. Cada día es más difícil. También una de mis buenas amigas que migró hace unos cinco años, me advirtió de lo mismo, pero su tono amenazante me generó rechazo. Nunca he creído que decirle a alguien: “Esto va a ser muy duro”; le haya servido de nada a la persona que va a atravesar por ese camino de asperezas. Ella me dijo: “… y esto, nunca se pone fácil”, refiriéndose a vivir en otro país, el trabajo, el idioma, la escuela, los hijos, la distancia de las personas y los lugares amados, la renuncia a la arraigada idiosincrasia ecuatoriana de gozar aunque todo se desmorone.
Me acuerdo cuando me decían durante el embarazo: “Tener hijos no es fácil nunca”. Odié a las personas que me lo dijeron. Pero no se equivocaron en nada. Las mujeres que me dijeron: “Parir es lo más difícil que vas a hacer en tu vida”. Rechacé sus comentarios; sin embargo, fueron ciertos. Ahora, esto: Migrar es difícil. Me parecía obvio, pero tampoco sabía a qué nivel podría ser difícil y me resistí a pensar en eso, porque sino, no lo hubiera hecho nunca.
Y aquí estoy.
Cada día desde que llegamos, esperando que cada cosa que hacemos nos acerque a días un poco más simples: Cuando lleguemos, cuando nos asignen escuela, cuando encontremos casa, cuando nos mudemos, cuando encuentre trabajo… Siento que se me pasa el tiempo esperando que algo sea “normal” o sencillo. Pero todas las cosas tienen tantos pasos, tan complejos, que siento que no llego a ninguna parte o peor aún que doy vueltas en círculos o que corro en un laberinto o que cargo piedras como Sísifo, y al final del día, solo vuelven a caer, (a caerme encima).
Resiento. Me resiento conmigo misma por no tener paciencia. Me resiento con las personas que me advierten casi señalándome con el dedo, diciéndome: “Espera que aún falta lo peor: El invierno.
Sentirme tan desubicada me pone de mal humor y me asusta.
Trato de frenar a raya el miedo. Pero de algún modo se manifiesta más tarde en mi mal humor. Ponerme de mal humor implica buscar pelea con todos los miembros de la familia, en especial con mi marido. Me enojo con cada uno de sus gestos y sus movimientos, con todo lo que hacen y lo que dejan de hacer. En esta convivencia apretada que ya lleva casi tres años, entre la pandemia, la mudanza al campo y ahora esta experiencia en el extranjero, ha hecho que pasemos demasiado tiempo juntos. Es como un aprendizaje intensivo sobre cómo ser una familia, como componer y recomponer la familia, como recrear todos los posibles roles.
La convivencia con largos períodos de encierro puede ser extenuante, abrumadora.
No es falta de amor, es solo agotamiento. Todos mis miedos los vuelco sobre ellos y toda mi ira sobre mi marido. Esto no pasa a diario. La mayor parte del tiempo me controlo, soy gentil y amorosa con todos. Un acto de absoluto de autocontrol.
Hoy el día tuvo ese mal arranque. Busqué pelea, desde el desayuno, y luego estuve de mal humor todo el resto del día. Me dediqué a investigar mil páginas web sobre empleos y cómo hacer hojas de vida. Sobre voluntariados, sobre a dónde ir para sacar la licencia, la dirección de la biblioteca pública más cercana del barrio. También doy una clase en línea a chicos en el Ecuador y me ataca esa incertidumbre de no saber de qué estoy hablando. Me siento desconectada. Inútil. Vulnerable a todas las amenazas comunes de la gente: Migrar es difícil. La vida es difícil.
Termino de usar el internet prestado de la Universidad de Calgary y salgo a la calle.
Me golpea el otoño con sus colores, veo al frente de la avenida a mi marido con la perra. Le empiezo a saludar con movimientos exagerados de la mano; así le aviso que ya no estoy de tan mal humor, y así cuando cruza la calle, él también puede relajarse.
Cruzo la calle, la Agnes me reconoce y empieza a tirar de la correa. Llegó a dónde están y nos besamos, cortito, pero suficiente para no seguir peleando por hoy.
Caminamos a la casa y nos reímos, diciendo algo políticamente incorrecto sobre nuestro nuevo vecindario, mientras la perra olfatea para ver si hay ardillas cerca.
Llegamos a la casa y los hijos están jugando fútbol con unos niños ucranianos. Casi no me saludan. Se quedan jugando afuera un rato más y cuando suben al departamento veo sus caras de niños grandes, casi de jóvenes.
En dos días de ir a la escuela pública de Canadá, con niños de al menos diez nacionalidades en sus clases, han crecido y han cambiado. Algo en ellos se ha despertado, un interés natural por el mundo, por las lenguas, por las costumbres de la otra gente. Ambos quieren contar atropelladamente como fue su día. Ambos coinciden en qué las profesoras son bravas y que las señoras que acompañan (vigilan) durante el lunch y el patio de juegos, son muy enojadas. Esto parece divertirles sobremanera. Se que habrá días en los que esto sea un problema para ellos (espero que no) pero que por ahora es lo más divertido que les ha pasado en su vida (en sus palabras).
Hay días malos y este, un día en el que a la fuerza tengo que aprender a ceder el control, dejar de pelear, aceptar que tengo miedo. Sentarme a escribir esto cuando todos se duermen y me recupero de tantas emociones contradictorias.
Un día a la vez. Otra vez.
Cada vez el mismo recordatorio.
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