Aprender es difícil. Aprender siempre ha sido difícil para mí. Tengo varias lecciones grabadas en mi mente y otras a flor de piel. No de lo aprendido, sino de cómo no podía aprender. Aprender matemáticas: dividir o la raíz cuadrada o esos problemas imposibles: “Si fulanito recorrió X cantidad de kilómetros y salió de su casa a Y hora, y caminó a Z velocidad, ¿cuánto demoró en llegar a su destino?”. ¿Cómo podía saber? ¿Qué me podía importar a mí conocer esa variable ¿Habrá desayunado fulanito antes de recorrer tantos X kilómetros? ¿Sería aburrido caminar solo?
Si veo por la ventana de mi aula de quinto grado mientras trato de aprender o despejar esta incógnita, solo puedo pensar que si yo fuera fulanito llegaría tarde, porque aprovecharía el camino para subirme al árbol de higos que está afuera, en el patio. Que ojalá ya suene el timbre para salir al recreo y vender mi colación saludable para comprarme con ese dinero una cola con suspiro.
Aprender es difícil. Manejar bicicleta fue dejar la piel de las rodillas y los codos en el pavimento todas las tardes. Aprender a patinar, fue dislocarse las muñecas. Aprender a nadar fue tener los pulmones llenos de agua y los ojos llenos de cloro de pasar toda la hora tratando de sobrevivir debajo del agua.
Aprender a manejar fue dejar el auto con menos embrague, al maestro de turno con torticolis y siempre ser sometida a la observación pertinente: “¡No vas a aprender a manejar nunca!”.
Aprender sobre los protozoarios, aprender inglés, aprender dibujo técnico. Todas cosas difíciles y tortuosas. Muchas las aprendí gracias a la persistencia de mis respectivos maestros y al temor que sentía hacia ellos. El miedo y la vergüenza siempre fueron los mejores aliados para aprender algo, cualquier cosa.
Pero había algo que nunca me avergonzó: hablar. No importaba mucho el tema. Siempre me gustó hablar, conversar, decir cosas. De hecho muchos de mis maestros dirían que no aprendía nada porque pasaba todo el tiempo conversando. Siempre tenía algo que decir, siempre tenía una opinión aunque no hubiera escuchado bien el argumento. Mi voz era sonora, chillona y difícil de acallar. Ya en la escuela algunos profesores aprovecharon ese único talento natural para ponerme frente al público de padres a recitar, a dar discursos, a actuar encarnando personajes que debieran hablar alto o gritar, aunque dijeran muy poco. Me acuerdo que en mi familia decían: “Es que vino con micrófono incorporado”. Nunca supe si eso era un cumplido o un insulto. Pero seguí adelante con esa dudosa virtud y me dediqué a los concursos de oratoria, a los debates y la política estudiantil, actividades que reportaron premios y ganancias en su momento. De eso han pasado casi 20 años. Nunca volví a tocar ninguno de esos tres asuntos.
Aprendí a manejar, aunque las extensas y profundas abolladuras de mi auto digan lo contrario. Se nadar, podría no morir ahogada. Manejo bicicleta aunque no podría cubrir una distancia mayor que la de un paseo de domingo. Pero uso la calculadora hasta para comprar el pan.
Durante una temporada muy larga, en mis veintes, no sé si por vergüenza o porque no tenía nada que decir, deje de usar mi voz. En el mundo de los adultos, al que ahora pertenecía, parecía que hacer uso de la voz era un derecho que había que ganarse. Siempre había alguien que te avergonzaba por no haber leído tal o cuál libro, por no haber visto una película, por no estar al tanto de la actualidad nacional, por tener un trabajo que no guarda relación con tus estudios, por no llevar la bandera de ninguna causa o por lo que sea. Usar la voz, parecía estar más relacionado a la defensa personal que a participar activamente de alguna experiencia colectiva.
Pasé muchos años tratando de construir una persona adulta con la que yo estuviera a gusto, pero como siempre, aprender no ha sido fácil. Hace poco publiqué un libro sobre mis vivencias en torno a la maternidad, un aprendizaje en proceso, del que reniego la mayor parte del tiempo pero que me fortalece de un modo que antes no conocía. ¿Por qué escribí este libro? Porque alguien me pidió que lo hiciera. Porque alguien había leído un artículo mío sobre maternidad y sintió que yo tenía una voz y algo que decir, algo que podía ser un libro.
Aunque amo escribir, tanto como de niña adoraba hablar, no me sentía escritora, porque tenía la impresión de que para escribir había que aprender algo que yo aún no dominaba.
El libro, sin embargo, se escribió, se editó, se publicó y mucha gente lo leyó y disfrutó de él. Finalmente sí soy una escritora y empecé a recibir muchos mensajes de personas que me decían que sentían que yo les había dado voz. Fue extraño asumir estas palabras como un estímulo real. He buscado mucho una voz propia y simultáneamente he luchando contra las voces de mi cabeza y del mundo, que me atormentan y parece que en el libro, lo conseguí.
En el tiempo corto y emocionante de tener un libro publicado, debí hablar de él, presentarlo, ir a entrevistas, hablar en podcasts. Al inicio con timidez, pero cada vez con más seguridad. Hablar volvía a ser, después de escribir, lo más importante que me estaba pasando en la vida. Igual como cuando de niña y metida en un disfraz de pato decía frente a una audiencia alguna cosa sonora, ruidosa y extremadamente chistosa. Ahora hablar de las cosas que yo había minimizado en mi corazón por ser cotidianas e inútiles para el mundo, hablar del oficio de escribir, que yo había banalizado siempre diciendo que no soy una escritora, hablar de lo que siento en público, me hacía sentir feliz.
Los días posteriores fueron de estremecimiento. Por un lado estar subida momentáneamente en la cresta de una ola, y por otro estrellarme sobre esa ola contra la arena.. Volví a la rutina para descubrir que algunas de las personas más cercanas a mí, a causa del libro, habían elegido por comportamiento una prolongada ley del hielo; otras, luego de leerlo, encontraban gracioso citar o parafrasear en voz alta, en medio de una reunión social, pasajes vergonzosos del libro para mortificarme, o hacían chistes inagotables a partir de su título. Empezaron a hacerme preguntas cómo: ¿Qué se siente hacerse famosa a costillas de tus hijos?, ¿Vas a escribir la segunda parte para acabar con tus hijos cuando sean adolescentes? ¿Ahora qué tipo de madre eres?... y el chiste infinito ¿Eres solo la que puedes ser?
Tener una voz tiene su precio.
Mi ansiedad era tan elevada. Necesitaba hacer algo que me distrajera y me devolviera a mi vida ordinaria y su natural incertidumbre. Una mañana, luego de una entrevista que tuve en la radio, me encontré con una amiga que me había escuchado.
Estuviste increíble, me dijo ¿No has pensado nunca en cantar?
¿Yo?
Claro, si tienes un vozarrón.
- …
Acto seguido tenía en mis manos el dato de un profesor de canto y, si no quería cantar, él igual podría enseñarme a moldear mi voz. No sabía si eso ayudaría a que la gente se burle menos de las cosas que digo, pero sonaba como una buena distracción.
El profesor era un antiguo conocido, él también me había oído en la radio, y me había reconocido por mi voz a pesar de no habernos visto en más de 10 años. En un arranque de valentía le pedí por mensajes que me de clases. Aceptó con gusto.
Una semana después iba en un bus pensando en la idiotez que había hecho. A solo tres años de los 40, decidí de pronto que quiero cantar cuando nunca en mi vida lo he hecho. Esto sólo puede ser la decisión desesperada de un ama de casa, de una señora cuya ola se estrelló en la arena; la típica decisión que se hace en una crisis de mediana edad. No podía ir a hacer pilates y yoga como todo el mundo. No, iba a cantar. Porque soy una ridícula y porque pensaba que lo importante es que podía cantar en mi casa, en pijama, sin tener que usar ropa de lycra o sudar o adelgazar.
Fui a la primera clase con el entusiasmo de la que no sabe en qué se mete. No había considerado que había que aprender a cantar. Y aprender cuando estás cerca de los 40 es más difícil aún.
Tu voz es un diamante en bruto- me dijo el maestro
Genial
Bueno, ahora vamos a trabajar…
La primera lección: ¿Por qué gritas? Yo había pensado que la clase sería más sobre cómo se usa el diafragma, las notas musicales o qué sé yo. Pero él empezó a cuestionar mi voz. “Esa fuerza con la que tú hablas, está confundida con el volumen que debes usar, tú gritas”. Ajá, me habían dicho eso de que tenía micrófono incorporado, pero gritar, gritar… no sabía que eso era gritar.
Es el clásico problema de las mujeres fuertes, me decía él. Tienen que hacer que su voz se escuche, porque nunca va a faltar algún hombre de voz más grave que las haga callar. Hacer que lo que tienes que decir se oiga no es fácil, peor en un universo de voces graves. Pero cómo vas a lograr que tu audiencia crea en lo que tienes que decir, si les gritas, si no respetas los acentos de lo que quieres contar, si no varías los planos de tu voz.
Entonces, más que cantar tenía que empezar a usar mi voz como un susurro y no como un grito de socorro, esa sería la forma de convencer a mis interlocutores de que lo que tengo que decir es importante y que quiero que crean en mí. Es lo que había querido hacer con el libro que escribí aunque en ese momento no lo sabía. Finalmente, cantando, todo empezó a cobrar sentido.
El trabajo no es sencillo. Primero fue aprender a endurecer el diafragma, no estoy segura si eso ha pasado aún o no, pero al menos no me he desmayado por sobreoxigenar mi cerebro. Aprender a respirar sin respirar, como José José cuando canta El triste. A abrir la boca muchísimo mientras sonrío o al revés, como Alanis Morissette. A casi no desgastar nada de energía mientras canto, como LP, o dejar bien claros el mensaje y la intención, como Sting cuando canta Every Breath You Take. Lo más difícil, sin embargo, no es la parte física y técnica del proceso de cantar. Sólo necesito tener más confianza en mí y entender que, si grito, desafino. Lo puedo hacer. Más o menos.
Lo que es en verdad difícil, es el miedo. Ir a cantar por diversión o por crisis de la mediana edad, y que una persona que te oye descubra que detrás de tu tono alto y casi altanero se esconden ansiedad y falta de contención. Qué hay tanto que no puedes hacer porque no te permites jugar, que no eres versátil, que tu cerebro lucha para que no intentes alcanzar los agudos. Que si tu voz no se proyecta no vas a conseguir clarificar tus deseos. El maestro me dice: ¡Apela a la voz de niña! Pero yo tengo vergüenza de esa niña con micrófono incorporado que lograba que todos los textos de la obra de Navidad se escuchen hasta la última fila, pero de la que se reían diciendo que tenía voz de pito; o de la adulta que escribe un libro con su propia voz y después se siente diminuta cuando la gente se burla.
No solo estoy aprendiendo a cantar. Estoy aprendiendo a fortalecer mi voz, la que se conecta con lo que pienso, con lo que escribo, con lo que digo, conmigo. Aprender es difícil, como siempre. Pero desde hace poco tengo ganas de cantar todo el tiempo. Mientras menos me preocupo por aprender, mejor canto. Hay algo en mí que se aclara. Hay algo en mi infancia sin aprendizajes memorables que se reordena. Hay algo en la natural incertidumbre de mi presente que me da tranquilidad. Tengo una voz que va de un grito a un susurro, que es un puñado de palabras o una canción; que es una intersección entre mi yo y algo más que aún no comprendo, pero que quizás me resulte más claro cuando haya superado mi supuesta crisis de la mediana edad. Quizá en un tiempo intente aprender a manejar mejor o alguna de esas tantas otras cosas que me he negado a saber.
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