Vivo con un fotógrafo y pensar en la idea de eliminar un archivo fotográfico puede parecer un pecado capital. Pero las fotos que me han quedado son de personas que ya no conozco.
Durante muchos años encargué en la casa de mi mamá una caja grande repleta de álbumes de fotos. Resulta que iba al colegio con cámara y tengo fotos de casi todos los cursos, del paseo a Cartagena, del equipo de fútbol, de la campaña para la asociación estudiantil. Fotos fotos fotos.
Mi mamá no las puede tener más, nosotros nos vamos. No tengo tiempo para pensar.
Hay de todo en esas fotos y estoy lista para quemarlas.
Las fotos hablan de un yo de otro tiempo. Es complejo verse en ellas y darse cuenta que en realidad una recuerda muy poco de lo que ha sido su vida.
Esa es la misión de las fotos entonces. Revivir momentos inconexos en la mente.
Yo sabía que el pasado era así pero lo recuerdo distinto.
No me reconozco en ninguna de las fotos, porque la imagen que tengo de mi a esa edad en mi mente es totalmente distinta.
No me reconozco y tampoco puedo saber que sentía. Excepto en una foto en la que me veo muy triste. En esa me doy cuenta con más claridad de lo que siento. Quizá porque es una emoción por la que transité mucho en cierta época.
Pero las otras Yo en fotos, me desconciertan. Mi selección de vestuario, esa mirada a veces intensa, a veces perdida. Mi pelo siempre raro. Rojo con marcadas raíces negras. Corto, rapado, con ondas y permanente. Parece que me hubiera cambiado el pelo tanto en mi vida para confundir la cronología. Melena corta negra y permanente con rayos rubios, más o menos en los mismos años. Parezco una agente encubierta en mi propia vida.
Hay algunas fotos en las que me reconozco porque sé exactamente lo que estaba pasando en ese momento. Una en la que estoy sobre un lago congelado a punto de empezar a pescar en hielo con -40 grados centígrados. Yo había comprado por primera vez hongos. Era la segunda vez que los iba a probar y había planeado tomarlos en el paseo.
La foto capta el momento en el que los hongos revientan en mi organismo. Alucino tan intensamente que lo puedo ver en mis ojos, en la foto. También existe la foto en la que estoy despertando al día siguiente en mi cama y todavía 20 horas más tarde mis pupilas siguen dilatadas.
Del resto nada.
Hago caso omiso de las voces que me dicen: Quema las fotos y te arrepentirás toda la vida.
El impulso es mucho mayor que yo.
Junto a las fotos encuentro cartas también. Hasta el año 2004 aproximadamente todavía recibía cartas y tarjetas. Conservé las cartas de mi mamá y de mi hermano, en una cajita mucho más pequeña que queda como una cápsula del tiempo encargada en una bodega que no sé cuando podré volver a visitar en mi vida. Encuentro muchas cartas de amor. Me sonrojo y me averguenzo y no soy capaz de conservarlas. Pero me abrazo a ellas con una alegría extraña de saber que fui muy amada. Guardo solo una. Pienso con una nostalgia del futuro en qué a una Paulina vieja le puede gustar la vanidad del amor adolescente.
Cierro todos los capítulos analógicos de mi adolescencia.
Todavía tengo que enfrentarme a cientos de archivos digitales, que reúnen dos décadas, los veinte y los treintas, en fotos y videos musicales quemados en CD’s y DVD’s para los que ya no existe lector.
La tecnología digital y su avance incontrolable hace que sea más fácil deshacerse de las cosas, porqué por sí solas han dejado de existir.
De todos modos, ese capítulo aún es un pendiente.
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